lunes, 26 de noviembre de 2012

Luz, o no.


Tracy perdió la vista siendo un bebé. Un virus. No tenía recuerdo alguno de la luz ni de lo que significaba. Se adaptó al hecho de ser ciega, de forma natural. Superó todos los obstáculos, e incluso halló belleza en el hecho de que el resto de sus sentidos enriquecían sus experiencias de formas que el resto de los videntes no podían sospechar, ni experimentar.
Un día, su médico le anunció una cura para su ceguera. Un medicamento. Una dosis, y recuperaría la vista. Tracy, por supuesto, aceptó probar el tratamiento. Tomó la dosis prescrita y tras unas horas de sueño y descanso, se despertó con la vista recuperada. Luz. Color. Percibir lo lejano, viéndolo. El cielo. El mar. Volver a conocer a sus amigos, sus rostros.
Ver las cosas venir.
http://cedequack.wordpress.com/2009/03/12/volando-en-la-oscuridad/
Cada mañana se levantaba, abría los ojos y las persianas y lloraba de pura felicidad. Lloraba cada día. No recordaba haber sido tan feliz nunca. No sabría si aquella sensación de felicidad se esfumaría. En su fuero interno esperaba que sí, que con la costumbre se volvería como el resto de personas que veían. Se olvidaría del don de la luz, de la maravilla del color, de la seguridad de ver las cosas venir.
Al final, efectivamente, la felicidad dejó pasar al contento.
Estaba contenta, siempre.
Un día el médico pidió verla. Se había observado en algunos animales de laboratorio una reaparición repentina de la ceguera. La medicación, en estos casos, no volvía a hacer el efecto deseado, y los animales permanecían ciegos. Tampoco a todos los animales les había ocurrido. A unos sí y otros no. No conocían las razones. Tenía que ponerlo en su conocimiento, avisarla.
Tracy volvió a levantarse cada mañana alegre, pero también desolada. ¿Qué pasaría si la ceguera volvía? ¡¡No podría soportar perder toda esa belleza!! La angustia empezó a ser el primer sentimiento que tenía cada mañana. Angustia por perder la luz. Y no sólo cada mañana, sino a cualquier hora del día, cada vez que se era consciente del don de ver. El sufrimiento era enorme. No sabía qué hacer para mitigarlo.
Intentó racionalizarlo. Ahora veo. Ahora veo. Eso es todo lo que tengo. Ahora. Ahora. Miraba el rostro de un amigo. ¿Volveré a verlo mañana? Ahora. Lo veo ahora. Recordaba el rostro de un amigo. ¿Volveré a verlo mañana? Ahora, ahora ves, ahora lo recuerdas, mañana nadie sabe.
Un buen día Tracy perdió un objeto que amaba. Lo buscó por todas partes, pero no lo encontró. No volveré a verlo, pensó. Se quedó triste, pensando que esta vez la visión no había tenido nada que ver en ello.
Ahora lo tengo.
La luz o el recuerdo de ella.
Si tengo la luz, pero no el recuerdo.... ¿qué pasará si pierdo de vista a mis seres queridos? Nada. La felicidad podría seguir ahí hasta que volvieran a aparecer.
Pero... ¿qué pasará si pierdo la luz pero no el recuerdo? El recuerdo seguirá ahí, y ellos también, y además esa forma de sentir enriquecida, y exclusiva. Perdería unas cosas, ganaría otras.
Y por un segundo, la angustia a tener la luz, o no, desapareció.

lunes, 25 de junio de 2012

En ruinas


“Cuando una taza de té se rompe, los japoneses rellenan las grietas con oro. Las cosas que se rompen y se reconstruyen son así más bellas aún, por la historia que cuentan.”

Se resistía a entrar por el marco de la puerta. Sabía que tenía que hacerlo, tenía que buscar sus cosas valiosas entre los restos de aquello que había amado. Llevaba noches soñando con espíritus esquivos pero presentes, que la asían y zarandeaban sin compasión hasta que despertaba del sueño, bañada en sudor.
Aún ahora, creía notar esas presencias allí.
Reunió todo el valor que tenía y dio un paso al frente. La casa estaba desolada. Una sensación de tristeza profunda la embargó hasta el punto de sentirse asfixiada, los ojos rebosantes de cascotes, el cielo lleno de agujeros, las pintadas en las paredes llamándola a gritos. Tenía que subir. Pero la escalera estaba rota, sin los primeros peldaños. Frunció el ceño. Eso no la pararía, escalaría si fuera necesario, haciendo oídos sordos a la voz de la prudencia. Se agarró a los débiles travesaños y trepó como pudo.
Arriba todo era aún más triste. Pisó con cuidado, evitando los boquetes y las maderas podridas. Cada paso tembloroso le recordaba las cosas vividas en esa casa, las peleas, los gritos, los objetos que volaban por los aires para terminar rotos en mil pedazos, los insultos que rompían hasta el alma. Pero avanzó hasta el balcón, se agarró a la balaustrada y miró a fuera, hacia el horizonte.
Fuera estaba el futuro, amaneciendo, lleno de amigos, dulzura, poesía, aventura y alegría. Se quedó un rato allí, respirando el frío aire de la mañana. Cuando volvió la vista atrás le pareció que parte del miedo quedaba allí enterrado, que no podría con ella, que no tenía más poder sobre ella. Bajó con cuidado. Se sintió débil y fuerte a la vez, y no le importó.

Entonces vio el corazón, esa promesa incumplida, una esperanza casi perdida, que no se deja perder porque es eso, esperanza. Acarició la pared llena de orificios de balas. Se sintió morir bajo los disparos. Y luego todo pasó.
Todo pasó.
Volvió a la vida.
Y sonrió.

lunes, 11 de junio de 2012

12/12


“En unos minutos mis parpados cerrarán mis ojos, todo cuanto soy quedará en un sueño...” (J.R.M.)
(Imagen: http://antidepresivo.net/2010/04/15/15-datos-interesantes-acerca-del-sueno/)
Esperaba con impaciencia el momento de acostarse. Adelantaba la hora siempre que era posible. Era de los que dejaban cada mañana el pijama debajo de la almohada, como parte de un ritual que confería al momento de acostarse un halo de instante especial. Levantó la almohada y allí estaba, tal y como esperaba,  perfectamente doblado. Se quitó la ropa y la dejó, descuidada, sobre la silla. Se puso el pijama. Abrió la cama, se sentó al borde, se quitó las zapatillas y se metió en ella, arropándose con el edredón.
Era consciente de que su ropa de cama olía a él, aunque no era capaz de percibirlo con claridad. Sólo sabía con certeza una cosa: aquel era el mejor momento del día, con diferencia. Adoptó una posición fetal, para rotar la cadera poco después y estirar una pierna. Le encantaba esa sensación muscular, contrayéndose primero, relajándose después para deslizarse en el sueño. Disminuyó el ritmo de la respiración y la hizo menos profunda. Dejó que la mente divagara, sin aferrarse a ningún tema,  a ninguna preocupación. Perdía el hilo de sus pensamientos; no le importaba. La frontera, el paso entre la vigilia y el sueño, ya estaba cerca.
Soñaba tanto, y era todo tan intenso, que se acostumbró a vivir una segunda vida en esa tierra sin normas, en la que el cuerpo no pesaba, podías volar en lugar de andar y las situaciones por lo general se solucionaban desvaneciéndose. Adaptó su ritmo de vida a un 12/12. Doce horas de vigilia y doce de sueño. Media vida aquí, media en el país de los sueños.
Después de un tiempo perdió la conciencia del sueño y la vigilia. El mundo de la vigilia se volvió tan surrealista que parecía soñado. Aprendió tan bien a controlar las reglas que rigen los sueños que le parecían vigilias.
Hasta que la conoció a ella.
A partir de entonces aún le importó menos el mundo en el que vivir. Decidió que donde estuviera ella, ahí quería estar.
Ella venía a su habitación con la medicación cada ocho horas.
Y luego, en otro lugar más frágil y etéreo, flotaban unidos en éxtasis sobre una cama blanca, irradiando luz, iluminando el mundo.

(Nota: este relato es de encargo y está dedicado al dueño de un corazón que habito, en sala VIP)

domingo, 10 de junio de 2012

La noche

La noche se desliza silenciosa
sobre la ciudad dormida
oscura
Cojo mis sueños
los envuelvo con indiferencia
y los arrojo al fondo del armario
para velar el sueño de otro
Para tejer tus sueños
duermo despierta.

domingo, 22 de abril de 2012

Mascarón de proa

Mascarón de proa de la fragata Libertad
Mi casa está en el vértice de una uve, como si fuera la proa de un barco. Tiene un gran ventanal, y como es un primero alto veo la calle y los coches que vienen a mi edificio, que está algo apartado y termina en una calle sin salida. 
En realidad termina en la tapia del tren. La vía describe una curva frente a mi casa, y veo y escucho los trenes deslizarse a escasos metros de mi. 
Mi casa no tiene paredes. La única estancia cerrada es el cuarto de baño. Es como una preciosa cueva, mi guarida, mi atalaya. Una sola habitación donde las estancias se funden y confunden: la cocina nueva, funcional y discreta, el comedor funcional con los libros y las flores, la habitación discreta con los libros y la cama y los sueños, el salón con el sofá y las siestas y los sueños, el estudio con el sofá y los libros y las flores. Como en mi cabeza, todo está concectado y todo se distingue. Un refugio en el que soñar y leer y dormir y comer y escribir y recibir a los amigos y a las risas. 
Los trenes vienen y van. Se llevan mis ilusiones. Vuelven cargados de esperanzas. Pasan, como la vida, pasan, recordándome que todo es efímero y presente; que está en mi sangre viajar, volar, o quedarme en mi refugio mirando pasar los trenes con una taza de té entre las manos.

sábado, 3 de marzo de 2012

Sed

Llorar aquí es un derroche.
Saco la cantimplora y me bebo tus besos.
Miro mis bolsillos.
Nada que llevarme a la boca.

Pero no tengo hambre.
Tengo sed.

Delante de mí,
    el frío,
        abrasador,
              desierto.

viernes, 17 de febrero de 2012

En una playa misteriosa del pacífico...

      Érase una vez una joven que puso su toalla entre dos palmeras. Se dio bien de crema, sacó un libro grueso, una bolsa de dátiles y frutos secos y una botellita de agua y se preparó para pasar la jornada cual lagartija feliz al sol. El tiempo transcurrió, perezoso, entre las dos palmeras. Cuando los dátiles, el agua y el libro se acabaron, recogió sus cosas y se marchó. La sorpresa fue comprobar que nada de lo que había a la mañana seguía allí por la noche. Y es que habían pasado cien años.

     Y durante esos años, su novio -que la había dado por desaparecida- se había vuelto a enamorar y había tenido hijos. Su familia casi había desaparecido también, y sus sobrinos, y los hijos de sus sobrinos, no la reconocían. La casa en la que ella vivía ahora estaba habitada por una sobrina, mayor que ella, que si la creyó cuando escuchó su relato, sobre todo porque la historia de su desaparición en la playa había llenado muchas sobremesas, al principio de preocupación y desconsuelo, y luego de gastada tristeza y resignación. Nuestra joven de la playa tuvo que aprender a vivir de nuevo porque nada en el mundo era como lo recordaba, pero estaba decidida a tener un futuro y a vivir la vida que le correspondía sin perderse nada. Se adaptó como pudo, aprendió cuanto estuvo en su mano, y poco tiempo después no habrías apreciado que se crió en el siglo anterior. Se volvió a enamorar, tuvo hijos, enviudó y disfrutó una vida larga y feliz.

      A punto de cumplir los noventa volvió a la playa misteriosa. Puso su toalla entre las dos palmeras. Se dio bien de crema, sacó un libro grueso, una bolsa de dátiles y frutos secos y una botellita de agua y se preparó para pasar la jornada cual lagartija feliz al sol. El tiempo transcurrió, perezoso, entre esas dos palmeras. Cuando los dátiles, el agua y el libro se acabaron, recogió sus cosas y se marchó. Mientras caminaba, volviendo a casa, con cada paso que daba su piel se iba alisando, sus músculos engordando y su estatura cambiando. Cuando llamó a la puerta, volvía a ser una bella y joven mujer. Su madre abrió la puerta. Ella dijo: "Hola, mamá. Ya he vuelto"

     Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

martes, 14 de febrero de 2012

Frío febrero

Cuando salgo a la calle observo los árboles que encuentro a mi paso. Los veo desnudos, ateridos de frío como yo, callados como yo, cansados como yo. Pero miro sus ramas y veo brotes, yemas de hojas esperando el momento para desplegarse y llenar el árbol de color y luz y savia nueva. Los árboles esperan la órden. Espían al sol, cuentan los minutos que las horas de luz alargan. Como yo. 

Los almendros y los cerezos están a punto de florecer.

viernes, 10 de febrero de 2012

La princesa y el robo de guisantes

Hay princesas de cuento que duermen sobre siete colchones y notan un guisante bajo ellos, prueba inefable de que son de sangre real, muy finas ellas. Yo no. Yo que soy de la plebe, los robaba. Mi madre odiaba ir a la compra. Lo odiaba. Supongo que le parecía de un tedio insoportable aguantar los marujeos del personal, después de las palizas del hogar. Así que cuando me hice un poco mayor (esto es, sabía contar hasta cien, sumar y restar y era lo suficentemente alta para llamar al timbre del portal), me mandaba a la compra después del colegio. Entonces era yo la que me apostaba al final de un mostrador que se me antojaba altísimo, a aburrirme como una ostra. Un día, descubrí un saco de guisantes al final del mostrador. Sería la época, supongo. Para distraerme, cogí uno, lo abrí, y me zampé su contenido. Tal vez la explosión del fresco sabor de los granos en mi boca fuera lo más interesante que me ocurrió en ese lugar y momento. Así que minutos después, cogí otro. ¡Había tantos, que uno menos no se iba a notar!. A partir de entonces, siempre que me tocaba ir a la frutería y había guisantes, me ponía junto al saco y ale, a disfrutar. Poco a poco, me fuí volviendo más confiada y más ambiciosa, y un día mi madre descubrió que junto a la compra que me había pedido había una bolsita llena de gisantes frescos. "Yo no te he pedido guisantes", diría. Yo me eché a llorar y canté toda la verdad. Ella me obligó a bajar a la frutería con la bolsa de guisantes a confesar mi robo. Al contarlo entre hipidos, los tenderos -eran dos hermanos, eso lo recuerdo- se echaron a reir, me llenaron la bolsa hasta los topes y me dijeron que cuando quisiera guisantes los pidiera, pobrecilla, jajaja. Ese día aprendí dos cosas: 1) no seas tan pava como para que te pillen si mangas algo y 2) los guisantes regalados no saben igual que los mangados.
Siguen gustándome los guisantes frescos tanto como antes, pero ahora sólo atraco bancos. Madurar es lo que tiene.

martes, 31 de enero de 2012

Una casa en el tablero (la casa de Anabel)

"En los suburbios de La Habana, llaman al amigo mi tierra o mi sangre.
En Caracas, el amigo es mi pana o mi llave: pana, por panadería, la fuente del buen pan para las hambres del alma; y llave por...
-Llave, por llave -me dice Mario Benedetti.
Y me cuenta que cuando vivía en Buenos Aires, en los tiempos del terror, él llevaba cinco llaves ajenas en su llavero: cinco llaves, de cinco casas, de cinco amigos: las llaves que lo salvaron."

El libro de los abrazos, de Eduardo Galeano. 

    Si pensamos en la vida como un parchís, esta es salir de tu cuadro e intentar llegar al centro del tablero sin bajas. También es verdad que si te comen sólo ocurre que vuelves al principio.  Y lo cierto es que te comen muchas veces a lo largo de la vida. Y la sensación que tienes es la de volver a empezar, con lo que cuesta avanzar y las pocas veces que sale un seis. Y luego está ese lugar llamado "casa" donde, aunque te pillen, no te pueden comer. Hay algunas a lo largo del tablero, y allí te sientes a salvo. Eso es lo que andaba yo buscando: una "casa" más allá de la mía, que me salvara del frío y el invierno, dos de mis peores enemigos. Así que tiré los dados, arranqué el coche y un seis (A-6) me llevó a la casa de Anabel. 

    Desde el cálido abrazo inicial supe que estaba a salvo. Anabel es muchas mujeres en una, con muchas voces. Es una madre, una hermana, una amiga. Es confidente, apasionada, alegre, serena, reflexiva e irreverente. Es una jefa de las que querrías encontrarte, capaz de despedirte sin remordimientos o ascenderte sin reparos. Es independiente pero interdependiente, vive libre y atrapada sólo en las redes que más la mecen, mordiendo los anzuelos que más le gustan, pero nunca hasta a fondo, siempre dispuesta a soltarse y seguir nadando si le falta oxígeno. En su boca guarda, como el pez mítico, un anillo que perdiste, y te lo cuenta con una voz cantarina, de contar historias, y sus relatos se construyen como un capítulo, y su sintaxis se articula como si al hablar fuera tinta la saliva, y el aire pergamino, y la vida libro. 

   Galicia es una tierra de dragones. No de brujas. No encontré ninguna. 

   Dragones míticos, poderosos y sabios, que duermen sobre gemas que se incrustan en su lomo y los protegen de las lanzas que intentan herirlos. Con un lenguaje delicioso que hablan con el corazón y que se entiende con este.

   He dormido en la guarida de un dragón y me he sentido en casa, a salvo.

http://www.enlamesasisejuega.com/post/1599/parchs
   Ahora toca volver a tirar los dados. Allá vamos.






martes, 24 de enero de 2012

IntercalHada

H Mosaic, de Leo Reynolds
Me gustan mucho las palabras con hache intercalada. 
Me parecen especiales, y no puedo evitar fijarme en ellas,
bebérmelas, dormir en ellas, colocármelas en las orejas o en otras
partes de mi anatomía. 
Mi hache intercalada de hoy no es una cosa, 
es una actitud, una pose: ahínco. 
Morder con ahínco, soñar con ahínco, intentar con ahínco.
(El olor del azahar, el saber del zahorí, el olor de los ahumados,...) 

En otro cuerpo

Hoy he soñado que estaba en otro cuerpo, que dormía en otra cama, que vivía en otra casa. Recuerdo la cama junto a un gran ventanal, al otro lado un jardín sembrado de uña de gato hasta la ventana, un árbol y una tapia al fondo. Dormía boca abajo, cuando yo jamás he dormido en esa postura. Por eso sé que estaba durmiendo el sueño de otra. Luego me ocurría la vida de esa otra, sufría sus problemas, hurgaba en sus dilemas.
¿Acaso esa otra dormía el sueño mío? Y si es así, ¿cual era?
http://www.livingwithartgallery.com/paularennis.html
No es que me importe demasiado cambiar de cuerpo de vez en cuando.
Sólo me inquieta.