viernes, 17 de febrero de 2012

En una playa misteriosa del pacífico...

      Érase una vez una joven que puso su toalla entre dos palmeras. Se dio bien de crema, sacó un libro grueso, una bolsa de dátiles y frutos secos y una botellita de agua y se preparó para pasar la jornada cual lagartija feliz al sol. El tiempo transcurrió, perezoso, entre las dos palmeras. Cuando los dátiles, el agua y el libro se acabaron, recogió sus cosas y se marchó. La sorpresa fue comprobar que nada de lo que había a la mañana seguía allí por la noche. Y es que habían pasado cien años.

     Y durante esos años, su novio -que la había dado por desaparecida- se había vuelto a enamorar y había tenido hijos. Su familia casi había desaparecido también, y sus sobrinos, y los hijos de sus sobrinos, no la reconocían. La casa en la que ella vivía ahora estaba habitada por una sobrina, mayor que ella, que si la creyó cuando escuchó su relato, sobre todo porque la historia de su desaparición en la playa había llenado muchas sobremesas, al principio de preocupación y desconsuelo, y luego de gastada tristeza y resignación. Nuestra joven de la playa tuvo que aprender a vivir de nuevo porque nada en el mundo era como lo recordaba, pero estaba decidida a tener un futuro y a vivir la vida que le correspondía sin perderse nada. Se adaptó como pudo, aprendió cuanto estuvo en su mano, y poco tiempo después no habrías apreciado que se crió en el siglo anterior. Se volvió a enamorar, tuvo hijos, enviudó y disfrutó una vida larga y feliz.

      A punto de cumplir los noventa volvió a la playa misteriosa. Puso su toalla entre las dos palmeras. Se dio bien de crema, sacó un libro grueso, una bolsa de dátiles y frutos secos y una botellita de agua y se preparó para pasar la jornada cual lagartija feliz al sol. El tiempo transcurrió, perezoso, entre esas dos palmeras. Cuando los dátiles, el agua y el libro se acabaron, recogió sus cosas y se marchó. Mientras caminaba, volviendo a casa, con cada paso que daba su piel se iba alisando, sus músculos engordando y su estatura cambiando. Cuando llamó a la puerta, volvía a ser una bella y joven mujer. Su madre abrió la puerta. Ella dijo: "Hola, mamá. Ya he vuelto"

     Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

martes, 14 de febrero de 2012

Frío febrero

Cuando salgo a la calle observo los árboles que encuentro a mi paso. Los veo desnudos, ateridos de frío como yo, callados como yo, cansados como yo. Pero miro sus ramas y veo brotes, yemas de hojas esperando el momento para desplegarse y llenar el árbol de color y luz y savia nueva. Los árboles esperan la órden. Espían al sol, cuentan los minutos que las horas de luz alargan. Como yo. 

Los almendros y los cerezos están a punto de florecer.

viernes, 10 de febrero de 2012

La princesa y el robo de guisantes

Hay princesas de cuento que duermen sobre siete colchones y notan un guisante bajo ellos, prueba inefable de que son de sangre real, muy finas ellas. Yo no. Yo que soy de la plebe, los robaba. Mi madre odiaba ir a la compra. Lo odiaba. Supongo que le parecía de un tedio insoportable aguantar los marujeos del personal, después de las palizas del hogar. Así que cuando me hice un poco mayor (esto es, sabía contar hasta cien, sumar y restar y era lo suficentemente alta para llamar al timbre del portal), me mandaba a la compra después del colegio. Entonces era yo la que me apostaba al final de un mostrador que se me antojaba altísimo, a aburrirme como una ostra. Un día, descubrí un saco de guisantes al final del mostrador. Sería la época, supongo. Para distraerme, cogí uno, lo abrí, y me zampé su contenido. Tal vez la explosión del fresco sabor de los granos en mi boca fuera lo más interesante que me ocurrió en ese lugar y momento. Así que minutos después, cogí otro. ¡Había tantos, que uno menos no se iba a notar!. A partir de entonces, siempre que me tocaba ir a la frutería y había guisantes, me ponía junto al saco y ale, a disfrutar. Poco a poco, me fuí volviendo más confiada y más ambiciosa, y un día mi madre descubrió que junto a la compra que me había pedido había una bolsita llena de gisantes frescos. "Yo no te he pedido guisantes", diría. Yo me eché a llorar y canté toda la verdad. Ella me obligó a bajar a la frutería con la bolsa de guisantes a confesar mi robo. Al contarlo entre hipidos, los tenderos -eran dos hermanos, eso lo recuerdo- se echaron a reir, me llenaron la bolsa hasta los topes y me dijeron que cuando quisiera guisantes los pidiera, pobrecilla, jajaja. Ese día aprendí dos cosas: 1) no seas tan pava como para que te pillen si mangas algo y 2) los guisantes regalados no saben igual que los mangados.
Siguen gustándome los guisantes frescos tanto como antes, pero ahora sólo atraco bancos. Madurar es lo que tiene.